Chichicastenango es un pequeño pueblo de montaña famoso por su mercadillo de frutas y artesanía de los domingos. Las callejuelas son
muy estrechas y no haces más que chocar con una cantidad ingente de turistas e indígenas que te empujan y te tocan constantemente.
Olores muchos y colores más….Por fin llegamos a la famosa iglesia de Santo Tomás en cuya escalinata se entremezclan los vendedores
ambulantes, los fieles esparciendo incienso y los guiris sentados contemplando el mágico panorama a sus pies. Llevamos a las niñas
de la mano y con los pitos colgados al cuello. Al entrar en la iglesia nos encontramos una imagen inolvidable. A lo largo de la nave
central, entre el humo y el intenso olor a incienso, aparece un pasillo de cirios en el suelo que se prolonga hasta el mismo ábside.
En sus laterales se agolpan los fieles arrodillados junto a las ofrendas que han traído y a cartas manuscritas en las que plasman
sus peticiones que el párroco lee con paciencia una a una.
En pleno deleite de este momento mágico oigo una musiquilla extraña y me doy cuenta de que es mi móvil….Shit!
(susurrando)
–Hola
Javier
- Hola, ¿Qué tal? ¿Dónde estáis?
-Pues mira, dentro de la iglesia de Chichi en plena ceremonia de las ofrendas y bla, bla, bla….
En
esto veo que Luis me hace señas muy airadas… ¡Que ratito!
Cuelgo con Javier y Luis me dice en voz alta: "¡Amaya, que me han robado!
¡Las tarjetas y el dinero, que no están! ¡Que acabo de echar mano al bolsillo y no están…!
¡A la porra con el momento mágico!
Fuimos a la oficina de turismo y desde allí llamamos al banco para anular las tarjetas y a la comisaría de policía que mira que casualidad
estaba muy ocupada en el otro extremo del pueblo e iba a tardar en llegar. ¡Así cuidan estos estúpidos una de sus principales fuentes
de ingresos, el turismo! Recordemos que estamos en Centroamerica, una cuarta dimensión donde el factor tiempo tiende a infinito. Ya
todos los que se nos cruzan nos parecen ladrones y no estamos tranquilos. Después nos enteramos que Chichicastenengo es famoso también
por sus niños ladrones que aprovechan la aglomeración para meter las manos en los bolsillos de los turistas y con una habilidad digna
de aplauso, robar todo lo que queda a su alcance sin que apenas te des cuenta. Entre el cabreo y la desesperación se nos quitan las
ganas de mercado, de fotos y de todo así que tomamos rumbo hacia Panajachel por esas carreteras de Dios con autobuses suicidas.
Panajachel es un pueblecillo en la ribera del lago Atitlán. Si hay un escenario natural por el que merezca la pena recorrer las peores
carreteras del mundo, ése es el lago Atitlán situado a los pies de dos volcanes: El San Pedro y el Atitlán. El lago está poco
explotado turísticamente y en sus orillas existen varios pueblos mayas que hablan distintos dialectos y a los que les cuesta entenderse
entre sí.
Encontramos un hotel fuera del pueblo en la misma orilla del lago y con unos jardines y unas vistas que quitan el hipo. Pero notamos
algo raro, como de abandono. Pensamos que es por la temporada baja, sin embargo visitamos otro hotel de la misma zona y también
está algo descuidado. Más tarde supimos que se debía a un problema de herencia de las propiedades entre varios hermanos y ninguno
quería invertir en los hoteles para que al final se lo llevase el otro. Ya sabéis, los unos por los otros…
La ventaja es que estábamos solos y muy cómodos en una habitación con unas vistas impresionantes. Cenamos en el pueblo y planificamos
un poco el día siguiente. La idea es ir a una reserva de la naturaleza con tirolinas que tenemos justo al lado.
27 y 28 de octubre En el lago Atitlán
Los tres días siguientes los pasamos en el Lago Atitlán. Hoy fuimos a ver un parque natural que está muy cerca del hotel. Hay mapaches,
monos araña y coatíes roba-plátanos de los bolsillos, todos ellos libres y sueltos por el bosque. Subimos por una ruta en la jungla
y unos puentes colgantes hasta una cascada preciosa. En esto vemos volar por encima de nuestras cabezas a unas que gritaban como locas……eran
americanas que se tiraban por las tirolinas. Las tirolesas o "canopy", como las llaman aquí, es un deporte muy extendido en
estos países tropicales. A Luis y a Sara se les salen los ojos y bajan corriendo para comprar el billete de las tirolinas. No son
ninguna tontería, te acompañan dos monitores, llevas doble mosquetón, casco y guantes para la frenada, tienen hasta 120 metros de
altura y algunas más de 400 metros de largo y unas vistasssssssssss…
Mientras Luis y Sara se lo pasan en grande bajando por las tirolinas, Ainhoa y yo nos jugamos el tipo dando de comer a los coatíes
que a la mínima te "atacan" para quitarte la comida. Por último fuimos al mariposario donde aprendimos un montón sobre las mariposas
y donde había una nativa que lo cuidaba que parecía sacada de una oración maya.
Se nos ocurre preguntar en otro hotelito que vemos justo enfrente del parque y decidimos mudarnos. Nos ofrecen un duplex entero con
dos habitaciones, cocina, ático, tele, Internet, piscina y unos jardines estupendos a orillas del lago. Empezamos a darnos cuenta
de que quizás no somos tan mochileros y que nos estamos aburguesando, pero de momento, compensamos el presupuesto con la cocina. Los
siguientes tres días desayunamos y comemos en casa.
Esa tarde descansamos y nos bañamos en el lago y la piscina. Hicimos mil fotos. Somos los únicos inquilinos y esta noche estamos solos
con el guarda de seguridad en este entrañable hotelito de selva con luna llena a orillas del lago Atitlán.
Al día siguiente llegamos pronto al puerto para hacer una excursión en barca a los pueblos costeros del lago. Desafortunadamente lo
primero es negociar el precio porque intentan timarte continuamente. Ven al turista como un cajero automático andante. Te cobran el
doble o el triple que a los locales y si no que se lo digan al checo que montó detrás nuestro y pagó más que nosotros cuatro juntos.
No nos extraña que muchos turistas se salten Guatemala.
Hoy hace bastante aire y el agua del lago está un poco picada. Tardamos un poco pero al fin llegamos a Santiago de Atitlán. Según
bajas ya te acosan los taxis. Uno de ellos nos convence para hacer una ruta turística de 1km a la redonda en su tuc-tuc (una mezcla
entre moto y triciclo que desapareció en España hace tiempo). Los taxistas hablan español, el resto de la población apenas. Su lengua
materna es el maya. Aquí en Santiago hablan Kaqchikel y en otros pueblos del lago hablan K'ichee. Viven casi juntos, pero no se entienden. Nuestro guía improvisado nos lleva a ver las lavanderas mayas que lavan su ropa frotándola contra las rocas de la orilla del lago,
como hasta no hace mucho en tantos otros pueblos españoles. Lo más bonito de la zona de Atitlán es que la mayoría de la población
viste aún los trajes típicos. Las mujeres llevan elaborados vestidos bordados a mano en tonos azules y lila. Los hombres mantienen
menos la tradición, pero los que lo hacen visten preciosos pantalones blancos con bordados de colores hasta la pantorrilla y camisas
sujetas a la cintura con pañoletas de color rojo. La siguiente parada es el parque de la paz, donde hubo un enfrentamiento casi al
final de la guerra en el que todo el pueblo se enfrentó a la guerrilla que empezó a disparar y se llevó a quince personas por delante,
entre ellos dos niños que yacen allí con el resto que murieron. También nos muestra como quedó la zona tras el derrumbamiento de parte
de la ladera del volcán tras el paso del huracán Stand en 2005. El barro cubrió toda una barriada sepultando familias enteras. No
sólo nos mostró tragedias, también la iglesia y el MAXIMON.
¿Qué es el MAXIMON? Pues no es ni más ni menos que un muñeco de madera al que le ponen puros encendidos en la boca y le llevan ofrendas
en forma de tabaco, licores y comida. Es como una especie de santo que hace cumplir tus peticiones. Algunos lugareños le tienen mucha
fe. El susodicho está en una casa particular y lo mudan de año en año. (A ver quién es la guapa que aguanta tener media casa llena
de humo de puro y de turistas entrando y saliendo continuamente) Eso sí, los pagos de los turistas y las ofrendas se reparten a mitades
entre la cofradía del Maximón y la familia que lo acoge). Como en todo rincón santo que se precie, la habitación está a oscuras llena
de velas y el olorcillo se mete hasta el agua del lago. Las niñas no entienden nada y nosotros menos aún. Terminamos la excursión
frente a la iglesia donde nos sorprende ver como una multitud de aldeanos oran de rodillas frente al altar con cánticos mayas.
Volvemos al muelle para ir los siguientes pueblos. Tras esperar una hora a que venga el barco, tardamos casi otra en llegar a San
Pedro de la Laguna. El taxista-guía de turno nos lleva al centro del pueblo que está como a 300 metros del embarcadero y nos explica
un poco de historia. Cuando nos damos cuenta de que allí no hay NADA que ver ni que hacer le pedimos que nos lleve de vuelta
al embarcadero para ir a Jaibalito, el último pueblo que queremos visitar donde por lo visto está el hotel más mágico del lago nombrado
en todas las guías. Y aquí empieza nuestra odisea particular del día…
Llegamos justos a una barquita de capacidad para 15 personas en la que entramos 22, entre ellas, un bebe francés. Antes de salir el
barquero intenta compensar el peso de todos moviendo al francés que es enorme y a dos americanas. Las olas son gigantes y la barquita
diminuta. El marinero adolescente que va delante está enfundado en un chubasquero Pescanova de arriba abajo y a juzgar por los hechos
debía ser su primer día en la marina. La barquita empieza a dar unos saltos que ni en las olimpiadas, y claro en cada caída, el agua
entra de proa a popa empapando, primero a las americanas, luego a los franceses incluido el bebé y después a mí y a las niñas. Milagrosamente
a las indígenas y a Luis que están atrás del todo no les llega una gota.
Aparece por proa una lona de plástico azul para cubrir desde el frente a las americanas, pero entre el viento y el oleaje no hay manera
de agarrar aquello y los salpicones son cada vez más grandes. El suelo de la barca ya tiene unos centímetros de agua. Nos entra la
risa tonta cada vez que los guiris gritan y arquean la espalda al recibir su dosis de ola de agua dulce. Yo voy sujeta de lado a lado
de la barca (imaginaros las dimensiones) pasando un miedo que ni te cuento. Mi única preocupación es cómo salir de allí con las niñas
y el bebé si la barquita vuelca…y pienso: estos tíos son tontos ¿no ven que llevan sobrepeso y niños? Lo que empieza con muchas risas
se convierte en una odisea que ni la de Homero. ¡EL PEOR VIAJE DE MI VIDA! La lugareña sentada detrás de mío y Luis se parten de risa
cada vez que me ven la cara y el barquero me dice: "No tenga pena, no tenga pena que ya falta poco….y yo; pena, pena lo que es pena
no tengo, pero miedo ¡¡muuucho!!