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2 de abril        La India, sobredosis para los sentidos

Llegamos a la India por la abrumadora Nueva Delhi

Llegamos a Delhi por la noche y al bajar del avión ya respiramos un aire caliente y un tanto cargado, debe hacer unos 35 grados. El aeropuerto es pequeñajo y antiguo. Buscamos la caseta de taxis prepagados ante la atenta mirada de cientos de hindúes arremolinados detrás de la barandilla. Con este panorama decidimos estar muy juntitos, sin quitar ojo ni a las maletas ni a las niñas. Más adelante nos daremos cuenta de que tampoco hay que quitar ojo a algo más…

Escoltándonos unos a otros salimos a buscar la línea de taxis. Los coches son como del siglo pasado, llenos de mugre y no nos explicamos cómo funcionan. Nos las arreglamos para meter las mochilas en el maletero de una furgoneta, ocupado casi en su totalidad por una bombona de gas y un altavoz de 70x70 cm. El portón no cierra bien, así que no sabemos si llegaremos a nuestro destino con todo el equipaje. Solución: Amaya va en el asiento de atrás agarrando la maleta que está más lejos por si acaso.

La hora de viaje hasta casa de nuestro amigo Michael se convierte en una serie de alucinaciones que resultan ser realidad. El tráfico es densísimo y la carretera es un horror. A Sara le pican los ojos y hay un polvillo en el aire que se puede masticar. El jaleo que se oye fuera es descomunal; TODO EL MUNDO toca el claxon; las motos, los coches, los tuc-tuc, los taxis, los autobuses, los camiones… y según entramos en algo que no podemos definir como ciudad sino como un cúmulo de calles caóticas y estrechas, a lo anterior hay que añadir, los tuc-tucs humanos, los peatones que cruzan por cualquier parte, las carretas, los perros y las vacas, que por supuesto tienen la prioridad.

Cada vez que saltamos en un bache, Amaya agarra fuerte la maleta hasta que el conductor se da cuenta, para en la cuneta y saca un destornillador para arreglar el cierre del maletero. Lo consigue como puede y lo cierra de un golpe tal, que se queda trancado hasta el volante. Lo que vemos por el camino es tremendo: las calles están llenas de mieeeerda por todas partes. Apenas hay aceras y la gente está en la carretera, las casas son como de pesadilla de rotas, feas y sucias….y los olores….pero ¿DE DÓNDE VIENEN ESOS OLORES? Es que no te  has librado de uno cuando te ahogas con otro…

Cerca de la casa de Michael el taxista empieza a dar vueltas sin saber cómo llegar, lo que no nos extraña, pues las calles no tienen nombre ni números. El barrio donde estamos hace que la peor zona de Vallecas nos parezca de lujo. Llamamos a Mike y viene a buscarnos. Nos recibe muy amablemente. Hace dos años que no nos vemos. Su casa tiene poca luz, pero es grande, fresquita y tenemos dos habitaciones para nosotros. Vive en un bajo de una comunidad cerrada y con jardines (o eso parece porque con el polvo que tiene todo es más bien gris que verde). Lo único que queremos es dormir…

3 de abril        Primer contacto con el caos

Pues hoy lo primero es hacer gestiones, para no variar… Mike nos pone al día sobre la ciudad y cómo movernos. Nos explica que este barrio es de clase media-alta, a pesar de que las vacas se pasean por la calle, del polvillo, la porquería en algunas callejuelas, todo apelotonado y esos cables eléctricos, Dios mío, que cuelgan peligrosamente por todas partes. Nos dice que el metro está muy bien. Amaya tiene pánico de juntarse en un metro cuadrado con otros treinta hindúes que no sabemos cuánto hace que no se han duchado, pero tiramos para delante. No llevamos la cámara hasta que no veamos el panorama.

¡¡Entramos en el metro y es como el Cercanías de Madrid! Con suelo de mármol y todo muy nuevo. ¡Menudo lujo y encima no hay casi gente, qué bien! Antes de pasar los tornos hay puestos de seguridad como en los aeropuertos. Escanean  y abren las bolsas además de cachear a todo quisqui. También hay policías armados en pequeñas trincheras. Todo para evitar que se produzca un atentado terrorista. Obviamente, hay un paso para hombres y otro para mujeres. En esta estación bien, pero en las céntricas el pitote que se monta es descomunal.

Al salir nos encontramos con la más pura India. Puestecillos de especias en el suelo, carritos callejeros con comida, mujeres exóticas vestidas con saris multicolores, hombres con turbantes y sables, un tráfico caótico y ruidoso en un eterno desfilar como si fueran hileras de hormigas que milagrosamente se cruzan y esquivan entre sí. Y gente, mucha gente por todas partes, en los baños públicos abiertos en plena calle, en la puerta de los templos, en el suelo mendigando o deambulando con prisa de aquí para allá. Mendigos semidesnudos pero también ejecutivos con traje y maletín. Delhi nunca duerme; es una ciudad viva las 24 horas que lucha con sus contrastes escandalizando y a la vez hipnotizando a los aguerridos foráneos que tienen la suerte y el valor de  atreverse con este paradigma de siglos pasados y presentes que es India.

Vamos a la estación de trenes para sacar el billete a Agra, donde está el Taj Mahal. Todos nos miran y se vuelven para mirarnos. Las niñas y Amaya llevan los pitos, parecemos monitos de feria. ¿Por qué nos miran tanto? Mike dice que es porque les parecemos exóticos. Amaya viste discreta con pantalón largo y camiseta a pesar del calor, pero es que nos miran mucho. Y miran a los ojos, sobre todo ellas.

Cuando salimos del metro casi nos da algo, del calor, el olor y el espectáculo general. La estación está cubierta de multitudes de gente tirada en el suelo durmiendo, comiendo o mendigando. Familias enteras junto a sus maletas. Hay que ir esquivando niños medio desnuditos, gente enferma, a otros rezando, en fin... El trajín de gente es agobiante. Hay mucho movimiento y llevamos a las niñas bien agarradas. Al rato nos damos cuenta de que estamos en la estación equivocada, así que decidimos ir mañana ¡Qué calor! Compramos agua para no deshidratarnos.

Cogemos nuestro primer tuc-tuc para llegar a Conaught Place, la plaza principal en el centro de Delhi. Es un tanto excitante montar en estos triciclos motorizados que culebrean entre el resto de vehículos. Vamos a Indian Airlines para comprar los billetes a Varanasi y Katmandú. El ruido en la calle es continuo. ¡¡Todo el mundo pitando!! ¿Pero no hay semáforos aquí? Pues sí, pero como si no los hubiera. Nadie hace caso. ¡Cuidado con ese señor que le pillaaaaan! Pues no, le han esquivado el tuc-tuc, la moto y el taxi a la vez.

Sacamos varias conclusiones:

1.- El “cafrismo” en la carretera es universal y el “sálvese quien pueda” en los países menos desarrollados es una manera de vivir.

2.- Los hindúes son cafres para todo: haciendo cola en el metro, metiendo las fichitas en los tornos, andando por las calles, atendiendo al público…

3.- Hay que hacer como ellos e ir como si fueras de aquí de toda la vida, pero sin cortarte un pelo, ¡dando empujones y a lo tuyo como el primero!

Y ¿cómo no? llegamos en la hora del almuerzo y en una sala donde atienden quince agentes, a la hora de la comida ¡dejan sólo a UNO! Además un listo que entró después de nosotros intenta colarse pero Luis le da un toque. Cuando llega nuestro turno una hora después, resulta que esta tampoco es la oficina correcta, menos mal que la buena está cruzando la calle. Para evitar jugarnos el pellejo con el tráfico, cruzamos por un subterráneo donde hay varios mendigos y un leproso sin un solo dedo. Las niñas preguntan qué le ha pasado y se lo explicamos. Hay mujeres con bebés dormidos, drogatas, brahamanes… no sé, como medio borrachillos, un poco de todo. El ambiente es impactante, pero no peligroso. Mientras emiten los billetes comemos en una hamburguesería porque no nos atrevemos a tomar nada de la calle, ni de los restaurantes locales.

 Las hamburguesas o son de pollo o de cordero, como os imagináis NUNCA DE TERNERA; a las vacas, ni tocarlas. Ainhoa y su padre se piden una doble y Amaya y Sara una pizza para compartir. ¡Madre del Amor Hermoso! ¡Cómo pica la pizzaaaaa!

- Oiga, perdone pero es que no la queremos picante.

- Ya, pero es que todas son picantes. Pero no se preocupe, le preparamos una sin picante.

- Bueno, vale. Y la segunda también pica, pero menos.

En este tipo de países se especia mucho la comida desde hace siglos por dos razones: Para conservarla y para que no se note si está un poco pasada. Ahora nos explicamos porque huele así esta gente, primero porque no se lavan y segundo, porque con lo que comen, lo que sale por los poros de su piel no puede ser lavanda.

Volvemos a la agencia y ya tienen nuestros billetes. Las niñas preguntan a las señoritas por qué llevan un punto rojo en la frente y nos explican que significa que están casadas. Son muy amables y les dan a las niñas unas cuantas pegatinas para que se pongan su punto en la frente también y nos aconsejan dónde comprar unos saris aquí cerquita. Vamos a por los saris y después de un buen circuito y unos cuantos regateos, Ainhoa vuelve a casa con un “salvarsut” o traje hindú de color rojo precioso. El sari es solo para mujeres adultas.

Ante la falta absoluta de mercados y tiendas decentes donde poder comprar algo conocido y el miedo que dan los restaurantes locales, decidimos dar un paseo por la zona y llegar a casa cenados para no arramplar con la despensa de Mike. Así que al Kentucky Fried Chicken, que nos da seguridad.

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Desorden, algarabía, suciedad, ruido y mucha, mucha gente. Esto es Nueva Delhi amigos...
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Las escenas callejeras son de lo más chocante. Aquí se vive en las aceras entre el polvo y la suciedad.
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Nuestro amigo Mike fue nuestro guía y consejero en estos primeros difíciles y desconcertantes días en la India
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Amaya con cara de circunstancias. Ciertas partes de su anatomía atraían excesivamente la atención de la población masculina india.
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